A esto me refiero, pues, cuando hablo de una ética alternativa. Las sociedades anarquistas no son menos conscientes de la disposición humana a la avaricia o la vanagloria que los norteamericanos modernos de la disposición a la envidia, la glotonería o la pereza, solo que las consideran poco interesantes como base de su civilización. De hecho, consideran estos fenómenos tan peligrosos moralmente que terminan organizando gran parte de su vida social con el objeto de prevenirlos.
Si este fuera un ensayo puramente teórico, explicaría que éste es un modo interesante de sintetizar las teorías del valor y las teorías de la resistencia, pero para el objetivo que me propongo es suficiente decir que creo que Mauss y Clastres han logrado, en cierto modo a pesar suyo, sentar las bases para una teoría del contrapoder revolucionario.
Me temo que se trata de una explicación compleja. Iré paso a paso.
En un discurso típicamente revolucionario, un «contrapoder» es una colección de instituciones sociales opuestas al Estado y al capital: desde comunidades autónomas a sindicatos radicales o milicias populares. A veces también se conoce como «antipoder». Cuando estas instituciones se erigen cara a cara contra el Estado, se suele hablar de una situación de «poder dual». Según esta definición, en realidad la mayor parte de la historia de la humanidad se caracterizaría por situaciones de poder dual, ya que muy pocos Estados han tenido los medios para eliminar dichas instituciones, por mucho que lo deseasen. Pero las teorías de Mauss y Clastres propo nen algo mucho más radical: que el contrapoder, al menos en su sentido más elemental, existe incluso en las sociedades donde no hay ni Estado ni mercado y que, en dichos casos, no se halla encarnado en instituciones populares que se posicionan contra el poder de los nobles, los reyes o los plutócratas, sino en instituciones cuyo fin es garantizar que jamás puedan existir esos tipos de personas. El «contra» se erige pues frente a un aspecto latente, potencial o, si se prefiere, una posibilidad dialéctica inherente a la propia sociedad. Esto ayuda a explicar un hecho por otra parte peculiar: la forma en que las sociedades igualitarias, en particular, suelen padecer profundas tensiones o, al menos, formas de violencia simbólica extremas.
Por supuesto, todas las sociedades están, hasta cierto punto, en guerra consigo mismas. Siempre existen enfrentamientos entre intereses, facciones o clases, y también es cierto que los sistemas sociales se basan siempre en una búsqueda de diferentes formas de valor que empuja a la gente en diferentes direcciones. En las sociedades igualitarias, que suelen poner un gran énfasis en la creación y el mantenimiento del consenso comunal, esto provoca a menudo un tipo de respuesta elaborada equitativamente en forma de un mundo nocturno habitado por espectros, monstruos, brujas y otras criaturas terroríficas. Y, en consecuencia, son las sociedades más pacíficas las que, en sus construcciones imaginarias del cosmos, se hallan más acosadas por espectros en guerra perpetua. Los mundos invisibles que las rodean son, literalmente, campos de batalla. Es como si la labor incansable de lograr el consenso ocultara una violencia intrínseca constante, o quizá sería más apropiado decir que en la práctica es el proceso mediante el cual se calibra y se contiene esa violencia intrínseca. Y ésta es precisamente la principal fuente de creatividad social, con todas sus contradicciones morales. Por lo tanto, la realidad política última no la constituyen estos principios en conflicto ni estos impulsos contradictorios, sino el proceso regulador que media en ellos. Quizá aquí nos sean de ayuda algunos ejemplos:
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